Rafael Uzcátegui
Al igual que para buena parte del resto del mundo, para los venezolanos fue una novedad, todo el sentido del término, la no re-elección de Donald Trump para la presidencia de Estados Unidos. Estadísticamente los números jugaban a su favor: Desde 1789 apenas 10 presidentes de ese país no lograron la renovación cuando lo intentaron. Por otro lado, su estilo pendenciero y populista era cónsono con la sociedad del espectáculo creada por el predominio de los medios de comunicación y las redes sociales. A nivel económico, su gestión no estuvo mal. Como lo refleja un artículo de The Economist, republicado en La Vanguardia, “en el período 2017-2019, la economía estadounidense se comportó de un modo ligeramente mejor al esperado”. Como dato reflejan que el crecimiento del PIB durante esos años fue más rápido que el experimentado en cualquiera de los dos mandatos de Barack Obama.
En contraste Joseph Biden aparecía como una figura pragmática y de menor carisma, cuya estrategia se basó en “unir el alma del país”, para enfrentar a una persona fuera de control sentada en la Casa Blanca. Sin ser una campaña inspiradora como la de Obama, que generó un movimiento juvenil conectado intensamente por sus smartphones, la estrategia de Biden fue de bajo perfil pero persistente, aprovechando a su favor los desafueros verbales de su oponente, que incluyeron sus rocambolescas declaraciones sobre la pandemia de Covid-19 y errores como el asesinato de George Floyd, que generaron una serie de movilizaciones que pusieron a la raza sobre el tapete, un tema que no es precisamente de las fortalezas del magnate de bienes raíces.
Dentro de Venezuela, con las narices metidas en nuestros propios escollos, dábamos por descontada la re-elección. Por el lado del gobierno de facto, toda la narrativa para exculparse de los malos manejos tenía al “catire” como protagonista del antagonismo en los años por venir, la maquiavélica mano detrás de la imposición de sanciones contra el país. Al contrario de la anterior elección, en la cual Miraflores azuzaba la confrontación entre repúblicanos y demócratas en sintonía con su discurso contra las sanciones, que en ese momento resumía como “El decreto Obama”, en esta oportunidad no se hizo mayor alusión a la contienda electoral del gran hermano del norte. Por el lado del sector opositor representado por Juan Guaidó y algunos partidos políticos, toda la carne se colocó en el asador de la renovación. A pesar de lo que la opinión de muchos compatriotas creyó, el tema Venezuela no era de los principales en los debates. Quizás un elemento más en la estrategia de acercamiento o disrupción del voto latino. Sin embargo, a pesar de la ausencia de evidencias, un sector del país está convencido que Trump tenía cartas bajo la manga sobre el tema venezolano, que en algún momento se activarían. Esta sensación fue reforzada por las recientes medidas de impedir el envío de diesel a Caracas. Una reciente encuesta de la firma Datanalisis realizada en el país coloca los índices de popularidad del saliente presidente norteamericano por encima de la mayoría de los voceros de la oposición, salvo Juan Guaidó, de quien lo diferencia apenas 3 puntos porcentuales.
Después del fuego
Para quienes intentábamos difundir los matices del conflicto venezolano e intentar sumar solidaridades con la población, Donald Trump era una mala sombra. La política internacional de alianzas de la oposición venezolana, por real politik, no podía prescindir de la coordinación con Washington. Lo que intentamos, siempre, era que ese protagonismo fuera equilibrado con acciones de diplomacia multilateral en la que participaran tanto otros países como otros sectores. Además, siempre insistimos que esa sombra era del tamaño que era, también, por los vacíos dejados por el progresismo internacional frente a la causa democrática de los venezolanos. Y aunque uno pueda reconocer, y agradecer, todo lo que hicieron muchos funcionarios de su administración por viabilizar una salida al conflicto, a pesar de las incertidumbres no dejamos de experimentar una sensación de alivio. Ya no habrá, como justificación de la ignominia, el argumento Trump.
En las próximas semanas comenzará a despejarse la interrogante sobre la dirección de la política exterior estadounidense por parte del nuevo gabinete. Descartada la posibilidad que Venezuela sea un tema priorizado, en un contexto signado por la pandemia y sus consecuencias sociales y económicas, uno pudiera desear que las sutilezas y el pragmatismo evidenciado durante su propia campaña electoral, hagan la diferencia sobre la aproximación al conflicto en el país caribeño. Mantener una posición de principios en alentar una salida democrática al conflicto, en donde en algún momento puedan realizarse elecciones libres. Y dentro de esta continuidad, realizar una estrategia de presión internacional que combine el aumento de sanciones a violadores de derechos humanos con una flexibilización de las sanciones financieras que están aumentando el sufrimiento de la población. Todo en el marco de una estrategia coherente y coordinada con otros actores internacionales. Sin olvidar la atención global y regional a la crisis migratoria, que continuará aumentando sus flujos en la medida que la economía de nuestros países vecinos normaliza sus actividades económicas.
Hemos aprendido, amargamente, que la crisis venezolana no tiene atajos ni salidas rápidas. Si las tuviera, sencillamente ya estaríamos en otra situación. La política exterior estadunidense, a partir del 2021, debe permitir que sean los propios venezolanos quienes puedan encontrar una salida a su laberinto. Ojalá que el liderazgo político del país asuma la transición en la Casa Blanca como una oportunidad para recapitular en sus estrategias, enmendar errores y darle oxígeno a sus fortalezas. A quienes somos parte de la sociedad civil nos toca otro tanto, una labor que podemos llevar de manera más ligera sin el peso de aquella sombra sobre nuestros hombros.
